Papá era miembro de una numerosa familia de trabajadores agrícolas muy conocida en Santiago, Licey y Tamboril, y uno de los entretenimientos que en sus pocos ratos de ocio había aprendido de su abuelo -llamado igual que él, Manuel De Jesús Santana- era el deporte de los gallos. Su padre –Segundo Santana- tenía gallos por decenas, de hecho, en el patio de la casa tenía una traba completa donde atendía esas aves como si fueran seres humanos. Había aprendido a cuidarlos desde que nacían, hasta el momento de la pelea. Conocía en detalle todo sobre la alimentación que debían llevar, el entrenamiento físico que había que darles, los medicamentos a usar en un determinado momento, el peso ideal para su estatura y finalmente llevarlo a la gallera y saber echarlo con un gallo al que pudiera ganarle.
Cuando llegó a Puerto Plata, en el 1942, trajo consigo algunos gallos de calidad, los cuales reproducía con otras gallinas hijas de gallos ganadores de más de 10 peleas, que habían sido encastadas a su vez con otros gallos exitosos. Poco a poco los fue echando a pelear en las diferentes galleras que habían en la zona y ya en los años cincuenta le quedaban muy pocos en el patio de la casa de la calle Antera Mota # 30. Además, después que se juntó con mamá –que era evangélica- y a ruegos y oraciones de ella había dejado algunos vicios, como el tabaco y los tragos. Dejar los tragos le fue fácil, porque nunca fue gran bebedor. Pero, le quedaba el vicio de los gallos y ya casi conseguía dejarlos también.
En la casa había un gallo bolo canelo muy comparoncito, que se peleaba con todo el que le pasaba por el lado. Era el último ejemplar que le quedaba a papa. Como si fuera la reminiscencia y añoranza de una pasión que él estaba luchando por eliminar de su vida.
En esos días, Fifo, el hijo mayor de don Rafael Brugal y Doña Fanny Paiewonsky, que vivían frente a nosotros, había conseguido un gallito giro de calidad que se veía bonito y saludable y le había pedido a papá en reiteradas ocasiones que lo peleara con su bolo. Papá no le hacía caso, porque no quería echarle a perder el gallito al muchacho. Todos los fines de semana Fifo iba al patio de nuestra casa con su gallo a jucharlo, pero papá no entraba en nada…
Un domingo en la tarde, en que el viejo se preparaba para ir con su camión a la fábrica de fideos Non Plus Ultra en el Camino Real, llegó Fifo a retarlo.
-Don Manuel, usted no quiere que su gallo pelee con el mío, porque el suyo es un gallo bolo y a mí me dijeron que los gallos bolos no son buenos y usted teme que el mío se lo mate- le dijo Fifo desafiante-
Papá consideró que había que terminar con esta porfía y le dijo que sí, pero con la condición de que no habría ningún tipo de apuestas. Fifo brincó para arriba, porque al fin lo había convencido y de inmediato se dispuso todo para echar los gallos.
Se colocaron debajo de la mata de ciruelas y los soltaron. Papito, Roberto, René, Jorge, Ney, Mingo y yo hicimos una ronda alrededor. No bien había comenzado el pleito, cuando el bolo le dio un espuelazo al giro que lo tumbó al suelo. Cuando éste se levantó, se echó a correr por debajo del piso de la casa y el gallo bolo, Fifo y nosotros salimos detrás. Pasaron como un rayo por el patio de Augusto Howard, cruzaron por debajo de la mata de anacahuita centenaria y vinieron a pararse en la pared posterior de la casa de Don Víctor Eloy. Fifo lo rescató antes de que el bolo lo matara y mis hermanos trajeron al bolo.
Papá, pensó que él ya estaba convencido de que los gallos no salían, pero, este argumentó que debían seguir la pelea, porque lo que pasaba era que su gallo era corredor, y luego que el bolo se cansara de perseguirlo, el giro se detendría a pelear y lo mataría.
Nunca había visto a mi padre reírse tanto como en aquella ocasión.
-Muy bien Fifo, vamos arriba-
Papá agarró su gallo y lo echó de nuevo al suelo. Fifo tiró el suyo y no pasaron dos minutos, cuando el giro cayó redondo al suelo. Fifo, se estremeció y casi comenzaba a llorar a su gallito.
Papá agarró su bolo, lo acarició, lo besó en la cabeza, se despidió de él y en seguida se lo puso en las manos a Fifo y le dijo :
-Toma, este gallo, es tuyo. Cuídalo, porque es de buena calidad y con el podrás ganar muchas peleas. Es mi último gallo porque no voy a jugar nunca más ese deporte. Ah, otra cosa, él es bolo porque yo le corté la cola, no porque nació así.
Fifo agradeció el gesto de papá y se marchó contentísimo para su casa a mostrar orgulloso su nuevo gallo. Mamá, que había observado todo desde una ventana, miró hacia el cielo y le agradeció a Dios lo que había pasado. Desde ese año 1957 no volví a ver jamás un gallo de pelea en mi casa.
rafelsantana@codetel.net.do
viernes, 17 de julio de 2009
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