Yo había ganado la confianza entre mis compañeros -síndicos y regidores- que pertenecíamos al PLD en la provincia de Puerto Plata, de ser el mejor conductor de todos, lo que me obligaba a aceptar la encomienda de conducir el autobús que alquilábamos para ir a Santo Domingo cada vez que se nos convocaba a las reuniones del partido, para tratar los temas que se relacionaban con los ayuntamientos.
Muy de madrugada esperábamos la llegada de la gente de Sosúa, el compañero Rafael –Cuchi- Mazur y dos regidores y en Puerto Plata recogía a los nuestros –Cándido Marmolejos, Wady Musa y Marcos Fernández. Luego en Imbert, montábamos al sindico de allí -el profesor Javier Cruz- y los regidores que nos esperaban pacientemente.
En muchas ocasiones llegábamos primero, mucho antes que todos los de las otras provincias y del Distrito Nacional, a las reuniones, porque para eso nos poníamos de acuerdo en levantarnos muy de madrugada, lo que nos permitía sentarnos en los mejores asientos del salón donde se celebraría el acto, que eran los que estaban más cercanos a la mesa principal donde se sentaban el compañero Juan Bosch, los miembros del Comité Político y los del Comité Central.
En una ocasión, en la cual casi todos nos levantamos algo tarde porque la noche anterior nos habíamos reunido hasta altas horas de la noche en el local del puente de La Guinea a unificar criterios alrededor de los temas a tratar en la capital, yo tuve que tomar la decisión de manejar un poco más rápido de lo normal para poder llegar a tiempo. Cierto era que iba conduciendo temerariamente, quizás a unos 110 o 120 kilómetros por hora.
Todos íbamos calladitos o hablando en voz baja, aún era de madrugada, el sol no se decidía a levantarse y no terminaba de amanecer, cuando Cuchi –el Síndico de Sosúa- un poco alterado, me voceó desde la tercera línea del autobús, que bajara la velocidad, porque voy muy rápido y además, que “él chequeó las gomas del vehículo y están demasiado lisas”. Yo no le hice caso porque aún nos faltaba una gran distancia por recorrer y ya eran las 6.45 a.m. Cuchi, gritando con más fuerza, vuelve a llamarme la atención, cuando se me ocurrió preguntarle al Síndico de Imbert -el profesor Cruz- que si él creía que yo iba manejando muy rápido. El Profesor, que venía con los brazos cruzados, casi durmiendo, recostado en su sillón de la cocina de la guagua (el último de la fila) sin abrir los ojos, me contestó con esa calma extrema que lo caracteriza :
-“Tira pa’lante Santana, no te preocupes, que yo estoy viviendo horas extras”-
Yo al escuchar aquella frase lapidaria y profunda, pegué un frenazo y de inmediato bajé la velocidad de la marcha hasta unos 80 kilómetros por hora.
Desde ese momento aprendí que en la vida, por más desesperados que estemos por llegar a la meta, es mejor ir despacio y seguro, que no temeraria e intranquilamente, porque podría ser que nunca llegáramos.
rafelsantana@codetel.net.do
viernes, 17 de julio de 2009
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