martes, 7 de julio de 2009

Por poco me daña mi cumpleaños

-¿Pero que te pasó, porqué lo hiciste? ¡Tú no eres así, es la primera vez que te pasa esto!- me increpaba mi mujer.

Sentado en una silla destartalada de una celda del destacamento, un policía me vigilaba de cerca. Ciertamente nunca había pasado por esto. Estaba sorprendido conmigo mismo. Yo no soy así. Sólo recuerdo que perdí los estribos cuando encontré a un niño con el rostro patéticamente demacrado, porque un guardia de seguridad de aquel establecimiento comercial acababa de destruirle sus aguacates. Recuerdo haber visto por la ventanilla de mi carro cuando aquel malvado le metió con rudeza el pié izquierdo en su canastita.

Este día me había sentido feliz, aunque algo tenso, porque la gente comenzaba a llegar a la casa y aún no había nada que brindar. Llevaba en el vehículo las bebidas, las servilletas, el hielo y los vasos. Las picaderas estaban listas, mi mujer se había pasado el día preparándolas.

Yo había planeado esta fiesta con mucha anticipación. De hecho, desde que comenzó el año estaba ahorrando monedas de 25 pesos en una alcancía que compré en la tienda de cachivaches de la avenida colón. A mí siempre me ha gustado celebrar mis cumpleaños, pero éste tenía algo especial. Sucede que desde que comenzó el año estuve pensando en que mi padre tenía esa edad cuando yo nací. Meditaba, que para un hombre de 56 años y 24 hijos, tener otro más no es cosa normal. Obviamente a él le deleitaba engendrar y si estoy aquí contando esto, se debe a su agradable hábito. Por supuesto que tenía que encontrar a una mujer que también le gustara y halló a mi madre, la cual se pasó su vida criando.
Al final de la tarde sólo me faltaba comprar un queso de cabra y unas aceitunas, cuando vi al guachimán meter violentamente su pata izquierda en la canasta del niño y de inmediato se retiró algo avergonzado, porque notó que yo había visto la escena.

El niño quedó azorado, quería llorar y no podía. La carita de ángel que instantes antes tenía, le cambió. Le tomé la mano fría y le pregunté si había hecho algo malo. Me dijo que no.

–Lo que pasó fue que ese señor me pidió aguacates y yo le dije que no podía porque eran para venderlos y llevarle el dinero a mi madre para comprar la comida de mis hermanitos y entonces él se puso bravo- comenzó a llorar.

Me sentí tan, pero tan mal, que perdí el sentido de la realidad, el corazón se me aceleró y mi respiración se cortó. Le regalé 100 pesos para que se retirara del lugar.

Entré. Fui directo donde el abusador y sin que se imaginara lo que yo iba a hacer le encajé una patada tan certera entre las piernas que el tipo cayó al suelo golpeándose la cabeza ruidosamente. Yo iba a seguir pegándole, pero alguien que me conocía me agarró. Una patrulla que por casualidad pasaba por allí me apresó. No me resistí.

Cuando el fiscalizador llego al cuartel, me preguntó lo ocurrido y le conté. Se enfureció y dando la orden de que me dejaran en libertad dijo:

-¡Lo que él le hizo es poco para lo que yo le hubiera hecho!- Y dirigiéndose a los policías les ordenó: ¡búsquenme a ese abusador de inmediato!

Me sentí tan emocionado que lloré durante un rato. Pero esa noche celebré mi cumpleaños como nunca antes lo había hecho.

rafelsantana@codetel.net.do

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